viernes, 15 de diciembre de 2006

biografia de Diego Armando Maradona

BIOGRAFIA DE DIEGO ARMANDO MARADONA
Antes de empezar a narrar su vida como futbolista empecemos un poco por su vida sentimental:
Diego Armando Maradona nació el 30 de octubre de 1960 a las 7 de la mañana en el barrio pobre de Villa Florecido, en la periferia de Buenos Aires. El es el quinto de los ocho hijos de Diego Maradona y Dalma Salvadora Franco.
Dieguito fue bautizado el 5 de enero de 1961 y a los 10 meses da su primer paso.
Ahora si que empezamos con su carrera futbolística:
Una vez que toda la familia convenció a don Diego para que lo dejara ir a la prueba al Pelusa, hubo que esperar. Faltaba todavía. Fueron un par de días, nomás, pero a Diego le pareció un siglo. Al fin llegó. Entonces, una banda de pibes de Villa Fiorito se tomó el colectivo 28 (el verde, como le decían) hasta Pompeya. De allí, el 44 hasta llegar al complejo de entrenamiento de Argentinos, que se llamaba Las Malvinas. Entre todos ellos, había tres pibes, el Diego, el Goyo y Montañita, que no se separaban ni un minuto. Eso sí, cuando llegaron, la decepción fue de todos: llovía tanto, pero tanto, que las canchas no se podían ni pisar... ¡Se suspendía la prueba! ¿Se suspendía la prueba?
Vale detenerse un instante. No había sido fácil para Diego llegar hasta allí: el permiso de don Diego no valía para siempre, la plata para los boletos de colectivo costaba conseguirla, los entrenadores no tenían tanto tiempo como para andar yendo y viniendo con un grupo de pibes de Fiorito. ¿Habrá pensado Diego todo eso?
La voz de don Francis Cornejo, el entrenador, el descubridor de talentos, el conductor de aquel grupo que empezaba a nacer, lo sacó de su tristeza: "¡Vamos! Todos a la camioneta de don Yayo... ¡Nos vamos a otra canchita!". La camioneta era un Rastrojero algo destartalado y don Yayo era José Emilio Trotta, ayudante de Cornejo. La otra canchita resultó ser el Parque Saavedra. Allí se armaron dos equipos. Diego y Goyo entraron, juntos, en la segunda tanda. Si habían sido siempre rivales, no se notó. Lo que más se notó en la comunicación futbolística entre ellos fue la amistad. Hicieron todo tipo de lujos y un montón de goles. Tantos, que Diego ni se acuerda cuántos fueron. Y aunque parezca mentira, ante semejante demostración, al primera reacción de don Francis no fue la mejor. El hombre pensaba que lo estaban cargando, que ese pibe flaco y bajito, con un montón de rulos en la cabeza, jamás podía tener nueve años. Estaba convencido de que era... ¡un enano! Cornejo se acercó a Diego y le preguntó si estaba seguro que era del sesenta. Y Diego, achicándose todavía más, algo asustado, le contestó que sí, por supuesto. Entonces el hombre le pidió los documentos y él se quiso morir... ¡No los tenía!
Algo, la intuición tal vez, le hizo ver a don Francis que no valía la pena hacerse problema. Que lo único importante era que aquel chico siguiera jugando. Nunca imaginó que, poco tiempo después, tendría que ser él mismo el que mintiera sobre la edad de su fenómeno. Y no precisamente en el mismo sentido.
EL MONSTRUO
Al fin, Francis tuvo los documentos de Diego. Y más también. Porque si a alguien le tenían confianza don Diego y doña Tota para confiarles a su hijo, ese era don Francis. Así que el hombre lo llevaba a Maradona a todas partes. Hasta a los partidos con pibes más grandes, lo llevaba. Parece increíble, pero así fue. Así como los brasileños ponen futbolistas más grandes en los torneos menores, argentinos apelaba a uno más chico para jugar contra los más grandes.
Una vez, en la cancha de Sacachispas, contra Racing, el partido de los chicos de 14 años estaba duro, cero a cero y no pasaba nada. Francis le hizo una seña al negrito que tenía en el banco y lo mandó para la cancha. Once años tenía Maradona y dos golazos metió. Chau partido. El técnico rival, que lo conocía muy bien a Francis, se le acercó, asombrado: "Pero, ¿cómo tenés a ese fenómeno en el banco?", le preguntó, sabiendo que Francis erraba pocas veces. "Cuidalo, que va a ser un genio", agregó. Francis sólo sonrió, le dio una palmada y se fue.
Otra vez, en un partido contra Boca, hizo lo mismo. Pero como ya todos conocían el nombre de Maradona, se lo cambió. En la planilla puso Montanya. La cosa es que ese partido estaba todavía peor: perdían tres a cero. Entonces, Cornejo mandó a... Montanya a la cancha. Enseguida hizo un gol, otro más, consiguieron el empate. Y en el último festejo, a los compañeros se les fue la lengua: "¡Grande, Diego!", le gritaron. Y el técnico rival se puso como loco, llegó corriendo hasta donde estaba Cornejo y le gritó: "¡Me pusiste a Maradona, hijo de...!"
Maradona ya era todo un apellido, aún cuando la primera vez que apareció publicado en un medio se deslizó un pequeño error. Para Clarín, según publicó el 28 de septiembre de 1971, había un pibe con porte y clase de crack que se llamaba... Caradona. No aparecía así en las listas de los partidos de Los Cebollitas, que tenían una formación bastante estable: Ojeda; Trotta, Chaile, Chammah, Montaña; Lucero, Dalla Buona, Maradona; Duré, Carrizo y Delgado. Estuvieron 136 partidos invictos, todos registrados en un cuaderno que guardan celosamente Claudia, y en los últimos tiempos hacían giras por todas partes; hasta en Uruguay y Perú estuvieron. Y la serie se les terminó en Navarro, provincia de Buenos Aires. Pero la historia ya estaba escrita y también anunciaba lo que estaba por venir, tarde o temprano.
GOLES A... LOS INGLESES
La historia de Maradona es circular, cíclica. Y por eso fantástica. Es posible encontrar en ella guiños y señales que lo explican todo. O buena parte. En su inolvidable Época Cebollita, Diego hizo dos goles que bien pudieron ser el molde de los que, muchos años después, les convertiría en un único partido a los ingleses, durante el Mundial de México '86.
Aunque parezca mentira ya había realizado algo parecido a esa proeza que está considerado el mejor gol de la historia de los mundiales. Fue en 1973, en una final contra River. Diego gambeteó a siete jugadores y definió.
Y lo más curioso es que también hizo uno como el otro, el de La Mano de Dios. Fue en el Parque Saavedra, los contrarios lo vieron, el referí no y se armó un lío bárbaro. Al fin, fue gol.
QUE SE QUEDE
La fama de Los Cebollitas creció con sus triunfos y con su magia. Y la Maradona, igual. Al punto que fue invitado por Pipo Mancera, conductor del programa más visto de la televisión argentina en aquellos tiempos, principios de los setenta. Diego trepó a las inferiores de Argentinos Juniors y su debut en la novena división tuvo como premio el primer título, la primera vuelta olímpica.
Obviamente, su nombre no sólo era llamativo para los medios. Allí estaba los otros clubes, más grandes. A través de su presidente, William Kent, River hizo conocer su interés. El dirigente encaró a don Diego y le pidió que le pusiera precio al pase de su hijo, que lo quería comprar. La respuesta del querido Chitoro está en la historia grande de Maradona: "No, no, gracias, Dieguito está muy feliz de jugar en Argentinos".
Dieguito estaba feliz, por ejemplo, de divertirse con las redonditas pelotas Pintier en el entretiempo de los partidos de primera. Había sido una idea de Cornejo: le tiró una pelota, Diego se puso a hacer jueguito y la gente ya no tuvo atención para otra cosa. Cuando volvieron los equipos de primera, para reanudar el partido, bajó la ovación: "¡Que se quede / Que se quede!". Fue la primera ovación que recibió Maradona en su vida, el antecedente del clásico "¡Maradóóó, Maradóóó!".
Por aquellos tiempos ya andaba cerca del grupo Jorge Cyterszpiler. El hermano del Gordo o el Ruso, que así lo llamaban, había sido una gran promesa de Argentinos Juniors. Pero una enfermedad había acabado con esa ilusión y también con su vida. Cyterszpiler no había vuelto a pisar el club hasta que le contaron de un tal Maradona. Entonces volvió. Y no se separó más de aquel grupo, fue el hermano mayor de todos.
Muchas veces Diego comió y durmió en su casa. Compartió con él los sueños que ya estaban más cerca de hacerse realidad. Como aquella vez que casi, casi debuta en primera. Fue el 14 de agosto de 1975. Una huelga de futbolistas dejó sin profesionales a la primera división. Argentinos tenía que jugar contra River, en la cancha de Vélez. Francis, que no quería que lo apuraran contra los grandotes, le pidió al técnico, que era Francisco Campana, que lo pusiera, porque jugaban pibes contra otros pibes... No pudo ser, se quedó con las ganas. Pero no faltaba mucho, apenas un año.
EN ARGENTINOS JUNIORS
Por el barrio en el que nació, Villa Fiorito, Diego Armando Maradona bien podría haber sido jugador de Independiente. O, más todavía, debía haber sido. Pero no. Y está bien. Porque Argentinos Juniors, se confirmó con los años, tiene más que ver con su historia, con eso de pelear desde abajo. Con eso de engrandecer a los humildes.
Como después viviría con otras camisetas, con la de Argentinos empezó peleando el descenso y terminó buscando el título. Y la vieja cancha de Bocyacá y García se convirtió en el centro de atención de todo el mundo futbolero: como quien parte en procesión a adorar a un Dios, los hinchas de cualquier club se encaminaban hacia allí para ver jugar al morocho retacón y de rulos con el número diez. Siempre. Desde que debutó, el 20 de octubre de 1976, hasta que se fue, en los primeros días de 1981.
Como se jactan los partidarios de cada uno de los equipos por los que pasó, los del Bicho aseguran que ellos tuvieron al mejor Maradona. El más puro, el diamante en bruto, incontaminado. Es posible. En todo caso, siempre se habla del Mejor Maradona y la discusión se eleva cada vez más.
En Argentinos hay hitos maradonianos, claro. Aquel debut en primera división, con caño incluido, cuando todavía no tenía 16 años. Los dos primeros goles, enseguida, a días de su presentación. La bronca en forma de goles (tres) después de la frustración de Argentina '78. Goleador, goleador, goleador, goleador, goleador, cinco veces goleador sobre nueve campeonatos jugados con esa querida camiseta. Giras y más giras con él como atracción principal. Y un subcampeonato, por supuesto, el único segundo puesto que alguna vez él festejó.
Y la referencia ineludible, para siempre. Hoy, y por todos los tiempos, Argentinos Juniors fue, es y será el club donde se inició Diego Armando Maradona.
DE SELECCIÓN
Si toda la gente que dice haber presenciado el debut de Diego Armando Maradona en primera división realmente hubiera estado en el estadio de Boyacá y García, no habrían sido suficientes el Maracaná, el Santiago Bernabeu y el Giusseppe Meazza juntos para recibirlos. Fueron muchos, igual, los afortunados que aquel miércoles 20 de octubre de 1976 estuvieron en la cancha de Argentinos Juniors para ver el partido del local contra la sensación del Campeonato Nacional, Talleres de Córdoba. Dejaron en boleterías una recaudación de 1.273.100 pesos de entonces. Como referencia de lo que valía la plata en aquellos tiempos, vale decir que Central Norte, de Salta, jugando contra Newell's Old Boys, recaudó en aquella misma fecha 2.410.000 pesos.
Muchos de los que fueron a La Paternal soñaban con disfrutar con el gran fútbol de los cordobeses. Se encontraron con un chico de 15 años (le faltaban 10 días para cumplir 16) que en la primera pelota que tocó, después de ingresar en el arranque mismo del segundo tiempo, reemplazando al Nº 10 Giacobetti, con el número 16 en la espalda, le tiró un caño al primer rival que se le cruzó en el camino, Juan Domingo Patricio Cabrera. Es que eso mismo le había pedido el técnico, Juan Carlos Montes, a Maradona: "Vaya, Diego, juegue como usted sabe". Eso que hizo sabía hacer Maradona.
Para la prestigiosa revista El Gráfico cubrió el partido quien era nada menos que el director de la publicación, Héctor Vega Onesime. El escribió en la síntesis del partido, que calificó como intenso: "De no haber sido por las condiciones y las dimensiones del campo de juego, el espectáculo pudo ser mejor. Los dos equipos mostraron más inclinación a crear que a destruir. Aun cuando en el segundo tiempo Talleres se apretó contra sus palos para defender el 1-0, Argentinos quedó sepultado en su incapacidad ofensiva. Ni siquiera la inclusión del sorprendente, habilidoso e inteligente ex "cebollita" Maradona (16 años (N. de la R.: todavía no los había cumplido) alcanzó para resolver el problema. Los cordobeses tenían la alternativa de ganar o ganar. Y ganaron. Para más adelante esperamos ese fútbol que tienen, pero todavía no afloró. Campo: pésimo. Juez: Maino (bien)". El remate era la calificación de Maradona, que jugó sólo 45 minutos: 7 puntos.
Es que jugó realmente bien. Los nervios desaparecieron rápidamente para él, apenas pasó el toque de aquella primera pelota, con caño incluido. Nunca desaparecieron de su alma, sin embargo, todas las sensaciones de aquel debut. Alguna vez dijo, en tono de confesión: "Fue la primera vez que sentía que tocaba el cielo con las manos".
El técnico le había dicho que iba a ir al banco de los suplentes en el último entrenamiento semanal, en el club Comunicaciones, el martes 19. Entonces había salido como loco, corriendo, a contárselo a don Deigo y a doña Tota, a sus hermanas, a sus hermanos, a sus amigos. A Villa Fiorito. En aquellos días, ya Argentinos le había alquilado su primera casa, en la calle 2746 de Villa del Parque, pero todavía estaban en plena mudanza. Así que la mayoría de los seres a los que él quería y que lo querían de verdad estaban allí, en Fiorito. Fue un raro festival de alegría y de llantos, fue el mejor premio a tanto esfuerzo. De plata, ni hablar todavía. Apenas si pudo preparar el único pantalón especial, uno de corderoy turquesa, válido para invierno o para verano, y estar listo para jugar. Para jugar, que nunca dejó de hacerlo. Y la historia apenas comenzaba.
ARGENTINOS / SELECCION
Después de aquel debut en primera división, Diego Armando Maradona no volvió a dejar el equipo principal. Es más, se hizo habitual que actuara como titular, con la camiseta número diez. Y no sólo se entrenaba en Argentinos Juniors, también tenía un lugar en el seleccionado juvenil. Fue justo en una de aquella prácticas, a comienzos de 1977, que César Luis Menotti lo llamó aparte, después de un partido de entrenamiento entre los juveniles y los mayores.
Diego confesó, mucho tiempo después, que le temblaban las piernas. Que escucharlo al Flaco, en aquel tiempo, era como escucharlo a Dios. Y la verdad es que lo que el técnico le dijo le sonó a milagro. Lo estaba convocando para concentrarse con la selección mayor, para un partido amistoso contra Hungría. En menos de cuatro meses le estaba pasando todo, quizás demasiado. Lo cierto es que cuando se puso la camiseta celeste y blanca con la que siempre había soñado jugar tenía apenas ¡doce partidos en primera!
Argentinos fue la plataforma de lanzamiento para la consagración internacional. Desde abajo, desde la pelea por evitar el fondo de la tabla, Diego se hizo fuerte. Fuerte de verdad. En aquel Campeonato Metropolitano 1977, el primer torneo que siguió al de su debut, jugó 37 partidos consecutivos como titular. Y se consolidó.
Algunos nombres de aquel plantel hacen volar los recuerdos. El arquero era Munutti. Los defensores, Minutti, Carrizo, Agresta del Cerro, Gette, Núñez, Fusani. Cicogna, Roma, Milani, Romano, Rojas. Los volantes, Jorge López, Fren, Fusani, Giacobetti, Giordano, Méndez, Di Donato, González. Los delanteros, Carlos Alvarez, Hallar, Ovelar, Ruiz, Bravi. Y Maradona, claro.
Lo hizo goleador a Carlos "Bartolo" Alvarez (20 tantos) y él también grito, 13 veces. Contra Platense, contra Lanús, contra Atlanta (2), contra All Boys (2), contra Huracán (2), contra Quilmes, contra Chacarita, contra Estudiantes y contra... Boca (2). Contra Boca, nada menos. No fue poco para empezar.
EN BOCA
Para que no queden dudas, de entrada: Boca es Maradona, Maradona es Boca. Aquella historia que tiene avales en las propias palabras del protagonista de esta historia, sobre su simpatía con Independiente, tiene una razón, también en Boca de Diego: su fascinación por el juego extraordinario de Bochini y de Bertoni. Pero lo cierto es que en aquella humilde casita de Azamor y Mario Bravo, la suya, en Villa Fiorito, flameaba en los corazones familiares una única bandera: la de los colores, azul y oro. Eso mamó desde pequeño. Y además, intuyó, también desde muy chico, que algo muy especial se estaba gestando entre él y el pueblo boquense.
Fueron los primeros que lo ovacionaron en una cancha, cuando aquel "¡Que se quede / Que se quede!" se convirtió en himno en el entretiempo de un partido de primera entre Argentinos y... Boca. El no tenía más de 12 años. Años después, no demasiados, siempre con la camiseta de Argentinos le pegó cuatro cachetazos a un símbolo de Boca, a Hugo Orlando Gatti. Fueron cuatro goles en un solo partido que provocaron otra ovación unánime: la de los hinchas de Argentinos, por supuesto, y también la de los hinchas de... Boca.
Por eso presionó como presionó para que un día, al fin, se pusiera esa camiseta. Al punto de que él mismo generó el pase. Así fue: el gran interés era de River Plate, que daba hasta lo que no tenía para contar con él; sólo bastó que él sugiriera en una entrevista que Boca Juniors también estaba interesado —cuando en realidad Boca no tenía ni interés... ni plata- para que la historia cambiara de rumbo.
Al fin, el sueño se concretó, en una operación financiera que podría estar en la leyenda de la economía mundial. Millones de dólares, avales bancarios, cuotas escalofriantes.
Nada suficiente para pagar lo que generó, desde aquel debut contra Talleres de Córdoba, el 22 de febrero de 1981. Dos goles de penal en una Bombonera colmada que le permitieron adquirir la seguridad que su ajetreado físico necesitaba, porque era conciente de que no podía dar todo lo que tenía de entrada.
En el arranque, le cedió la posta del protagonismo a Miguel Angel Brindisi, un socio ideal. Como para que nadie dudara, igual mostró su distinción en los partidos diferentes. Como contra River, en la Bombonera nocturna y lluviosa, tres a cero inolvidable, 10 de abril. Y en el remate del campeonato, el mejor Maradona. Para dejar atrás a aquel Ferro de Carlos Timoteo Griguol, engorroso pequeño gran rival que mezclaba fútbol, básquetbol y ajedrez, con ese Boca que luchaba y luchaba dirigido por Silvio Marzolini.
Después llegó el Nacional. Pero no vino solo. Lo acompañó una serie de giras y partidos amistosos que terminaron por minar tanto el físico de todos, que el camino quedó más tranquilo para la marcha del River de Kempes.
Diego se fue de Boca en el verano del '82, casi un año exacto después de su llegada. Pero no se fue para siempre...
El embarazo de catorce años, gestado en Europa, desarrollado en Barcelona, Nápoles y Sevilla, con un acercamiento final en la argentina Rosario, finalmente derivó en el parto del gran retorno.
1995 fue el año; octubre, como corresponde en cada renacimiento maradoniano, el mes. Primero en la lejanísima Corea del Sur, tierra amante de Maradona como pocas. Después, en La Boca, su tierra. "Quiero que la gente diga otra vez: `Vamos a la cancha, vamos a ver a El Diego'", deseó en una frase íntima. Y así fue. En La Bombonera otra vez, el 7 de octubre de 1995, pisó la cancha más querida. Boca ganó 1 a 0, pero ese fue un detalle.
Todos fueron detalles, en realidad. Cada uno de los 30 partidos que jugó, imponiendo algo que fue más allá de sus 7 goles, sus triunfos, sus empates, sus derrotas en aquellos dos años, dirigido consecutivamente por Silvio Marzolini, Carlos Bilardo y Héctor Veira: la sensación inevitable de todos y cada uno de sus compañeros y rivales de que estaban compartiendo el campo de juego con un monumento de carne y hueso. Y de talento.
Lo persiguieron con extraños controles antidoping hasta que el dolor (no físico, sí del alma) lo obligó a gritar basta. Justo contra River, justo en el Monumental, justo cinco días antes de cumplir 37 años de edad. Aquel 25 de octubre quedará en la historia. Lo que nunca nadie se animará a escribir es lo que sigue: fue el último partido oficial de fútbol de Diego Armando Maradona. Sólo es una referencia; jamás una verdad absoluta.
EN EL BARCELONA
"¡Lo quería Barcelona / lo quería River Plei / Maradona es de Boca / porque gallina no es!", cantaba el pueblo boquense con razón y con orgullo. Pero los dólares (o las pesetas) pudieron más y retenerlo en el equipo fue una utopía. No en el corazón, claro, que eso no tiene precio.
Pero hacia España partió Diego, al fin. Primero, para jugar el Mundial '82. Y después, para quedarse en uno de los clubes más ricos del planeta: el Barcelona Fútbol Club.
No fue fácil. O, mejor, no se la hicieron fácil.
Más allá del catalán como lengua oficial de esa hermosa región española que es Cataluña, todos hablaban el mismo idioma... fuera de la cancha. Dentro de ella, Diego se encontró con que, para la mayoría de sus compañeros, era más importante correr que jugar. Más furia, menos talento. Y si bien los demás no podía aprender lo que él sabía desde la cuna, intuyó que él debía incorporar aquello que todos consideraban una virtud —"Dejar la piel en el campo", según la irónica definición de César Luis Menotti- para poder así contagiar algo de su magia intacta.
No lo ayudó nada su primer entrenador en el club, el alemán Udo Lattek. El hombre se preocupaba más porque los jugadores cargaran gigantescas pelotas de entrenamiento que usaran la verdaderas —las de "fulbo"- en los partidos. Sin embargo, él se impuso. Y volvió a generar esa fantástica discusión positiva: son muchos los que dicen que las cosas que Maradona hizo con la pelota —con la de verdad- en el Barcelona, no las hizo en ninguna otra parte. Por ejemplo, aquel maravilloso gol a Real Madrid, eterno: con una amague, quebró a toda la defensa rival, que presionaba en la mitad de la cancha; corrió y corrió con la pelota pegada a su zurda, hasta encontrarse con el arquero, que salió a buscarlo más allá de su área; con otro amague no dejó que los rozara, ni a él ni a la pelota; entonces, encaró hacia el arco vacía, sin romper la amistad entre su pie y la pelota; cuando ya casi había llegado a la línea de gol y el travesaño le hacía sombra, aunque que era de noche, espió por uno de los tantos ojos de su nuca; Juan José, un barbado y melenudo defensor madrileño venía con todo, dispuesto a acabar con todas las partes de aquella relación; entonces, la magia; frenó de golpe, quitó su pie y... su pelota de la barrida del rival y lo dejó que pasara de largo, como el torero al toro; el pobre Juan José se estrelló contra el poste; el grandioso Diego tocó, ahora sí, al gol.
Ningún hombre podía para a un futbolista así. Pero una enfermedad, sí. Una hepatitis lo enganchó desde atrás, cuando apenas llevaba tres meses exponiendo su magia.
Había debutado el 4 de septiembre de 1982, perdiendo contra el Valencia, en Mestalla, por 2 a 1. Llevaba 13 partidos y 6 goles cuando debió ingresar en reposo absoluto. Reapareció recién tres meses después, el 12 de marzo, contra el Betis. El técnico era otro y las posibilidades de soñar también: Menotti y la Liga se ofrecían, con los brazos abiertos. Todo no pudo ser, pero algo sí: la codiciada Copa del Rey.
Era cuestión de empezar de nuevo, no había forma de quebrar tanta determinación.
Sí. La había. Tenía nombre y apellido: Andoni Goikoetxea fue el verdugo de la mejor zurda de la historia del fútbol. Aquel 24 de septiembre de 1983, muchos pensaron que su carrera se había acabado, en el peor de los casos, o que habría que esperar demasiado para volver a verlo en un campo, en el mejor. Se equivocaron ambos: su regreso en apenas 106 días fue el último milagro en España.
Eso sí: para salvar su relación con el presidente Joseph Luis Núñez, que pretendía más protagonismo del que debía, hacía falta algo más que ayuda divina. más que ayuda divina. Y eso ya no tuvo solución. Al cierre de la temporada, en medio de una gresca real, en el final de la Copa del Rey contra el archirival Athletic de Bilbao, el 5 de mayo de 1984, en Madrid, todo se acabó.
EN EL NAPOLES UN IDOLO TOTAL
Maradona ya estaba en Nápoles cuando se enteró de que su nuevo club se había salvado del descenso por un sólo punto en la última temporada. Si bien se sorprendió, no se alarmó; ya estaba acostumbrado. Fue como volver a los orígenes, a aquel Argentinos Juniors que les peleaba desde abajo a todos los grandes.
Lo que sí le llamó la atención de esa populosa y sureña región a la que arribaba, fue la discriminación que sufría de parte del resto de Italia. Lo vivió de entrada, nomás. Cuando viajó al norte con el equipo, para jugar su primer partido en la Liga italiana, en el millonario calcio, contra el Verona. Fue el 16 de septiembre de 1984 y el dolor y las ganas de revancha se mezclaron en la sangre de Maradona por el resultado en contra, 3 a 1, y por las banderas de los hinchas rivales. "¡Lavatevi!", lávense, se leían en ellas.
El calcio ya era el campeonato de las estrellas y el Napoli tenía la mayor, pero le faltaba otras para brillar en serio. La primera rueda de aquella primera temporada, 1984/85 fue la de un equipo que apenas hace méritos para salvarse raspando del descenso. La segunda, en cambio, ya tuvo otro color: el Napoli sacó más puntos que el equipo que finalmente se consagró campeón, el Verona del italiano Galderisi, el alemán Briegel y el danés Elkjaer-Larsen.
De la mano de Diego, descenso había pasado a ser una mala palabra hasta en el dialecto napolitano.
El cambio de mentalidad fue tan evidente que, en la segunda temporada, la 1985/86, y en sociedad con un delantero que él mismo había hecho comprar, Bruno Giordano, el Napoli de Maradona asustó a los poderosos del norte: finalizó tercero y entre el nuevo número nueve y Diego convirtieron 21 tantos. Temblaba la Juventus, que en ese año se quedó con el scudetto. Por poco tiempo...
La explosión se produjo en la tercera temporada, la de 1986/87: tras 60 años de espera, el Napoli consiguió su primer scudetto, dejando en el camino al poderoso Milan y desatando el carnaval napolitano. La consagración fue en el San Paolo, el 10 de mayo de 1987; le alcanzón con empatar, 1 a 1. A partir de aquel dí y sin temor a la herejía, los napolitanos entronizaron a un nuevo santo: junto a San Gennaro, patrono de la ciudad, ahora estaba El Diego. O Diecó, mejor.
Ciudad de extremos al fin, Nápoles vivió el gozo y la frustración con la pasión con que sólo puede vivirse allí en la cuarta temporada de Maradona, la de 1987/88. Fue, quizás, el mejor arranque del Diez y de todo el equipo en su historia de vida juntos, pero todo se derrumbó de tal manera al final que es imposible darle la dimensión verdadera. Resultó que el Napoli comenzó como una máquina arrasadora, batiendo todos los records estadísticos a los que los italianos son tan propensos, pero cerca de la meta su motor se fundió. La fórmula Ma-Gi-Ca, conformada por el mismo Maradona, Giordano y Careca, el brasileño que se había sumado al club, no fue suficiente para evitar el desastre: de los últimos siete partidos, perdió cinco y empató dos. El partido clave se perdió contra el Milan, 3 a 2, el 1 de mayo y en el mismísimo San Paolo. La sombra del totonero oscureció la imagen de un grupo excepcional, le costó el puesto a varios y obligó a Maradona a redoblar la apuesta, molesto por la sospecha.
En su quinta temporada, la de 1988/89, el Napoli demostró que no era ninguna casualidad pelear arriba. Perdió la pulseada ante un gran Inter., pero fue más allá de las fronteras italianas: Maradona le regaló la primera Copa de la UEFA de su historia, en una extraordinaria campaña y venciendo al Stuttgart alemán; el partido final de vuelta se jugó en Alemania, 17 de mayo de 1989, y el empate, 3 a 3, permitió la vuelta olímpica.
A esa altura, Diego pensaba que su ciclo ya había terminado. Pero ningún dirigente se animaba a abrirle la puerta para dejarlo salir. Por eso, pese a las promesas incumplidas, afrontó su sexta temporada en el Napoli, la de 1989/90, con una gran dejo de resentimiento. Se sabe: el combustible de Maradona muchas veces ha sido la bronca. Y esta vez no fue la excepción: cabeza a cabeza con el Milan, en el final sacó la diferencia decisiva. Y cuando todos pensaban que ya existía el gran Napoli de Maradona, el gran Maradona de Napoli respondió a su manera: con el segundo scudetto para la historia del club. La consagración fue otra vez en el San Paolo, con una victoria contra la Lazio, por 1 a 0, el 29 de abril de 1990.
Inmediatamente, empezó el Mundial de Italia '90. Y en él, la eliminación de los italianos a mano de Argentina. Quizás por eso, Maradona jamás debió afrontar su séptima temporada allí, la de 1990/91. Demasiada bronca había contra él, no llegó a terminarla. Jugó su último partido el 24 de marzo de 1991, contra la Sampdoria, en Genova. Un caso de doping que aun hoy está bajo sospecha lo obligó a escapar de Italia, sin despedirse Maradona de los napolitanos como uno y otro lo merecían.
Igual, tan grande es la historia de Diego en el Napoli que hoy continúa. Y continuará por siempre.
EN EL SEVILLA
Una suspensión con sabor a vendetta italiana le prohibía jugar al fútbol. Quince meses era la sentencia, que recién lo liberaba el .. ... . Demasiado tiempo para un talento indomable. Necesitaba correr. Necesitaba gritar un gol. Necesitaba ser feliz.
Campeón del mundo con Argentina. Ganador todo en Italia. Había llegado a la cima. Al cielo. Era Dios. Intentaba volver a ser terrenal. Y Sevilla era el destino ideal para eso. Jugar y divertirse, esa era la consigna.
Interminables negociaciones con el Napoli, que insistía en que regresara a Italia cuando se cumpliera la suspensión, eran señales claras de que la tranquilidad no existía para él. Volvía a estar nuevemente en el centro de la escena.
Objeto de culto al fin, el amor desmedido de los napolitanos añoraba sus hazañas. Sangre latina caliente que no admitía la resignación. Pero el Sevilla FC, con Carlos Salvador Bilardo como técnico y el Cholo Simeone, esperaban por él. Después de 86 días de negociaciones, obtuvo la ansiada libertad. Lloró abrazado a sus hijas. Como le dijo su representante Juan Marcos Franchi en aquel momento: "Pibe, sos libre. Sos libre de verdad...".
El 28 de septiembre de 1992 volvió a pisar un campo de juego. Fiesta en Sevilla para recibirlo. Treinta mil personas esperaban en el estadio Ramón Sánchez Pizjuán. El Bayern Munich de su amigo Lotthar Matthaus era el invitado, el partenaire. Un tiro libre en el travesaño, indicaba que la clase estaba intacta.
Tenía que seguir demostrándolo, en serio. San Mames, el estadio inevitable. Athletic Bilbao, el rival. Como si el tiempo no hubiera pasado. La catedral del equipo vasco había sido el escenario de las eternas batallas en su paso por Barcelona. Pero este 4 de octubre de 1992, la historia era bien distinta: hacía su presentación oficial. Otras cosas, claro, no habían cambiado. El grito de bienvendia de los ultras del Bilbao fue inconfundible: "¡Goyko. Goyko!", escuchó Diego. El nombre de quien casi una década antes había transformado su tobillo en una madera rota y la noche previa se había presentado en el hotel del Sevilla para, por fin, disculparse.
Lo cierto es que si algo no habían perdido los rivales por él, eso era el respeto. El Real Madrid y Barcelona vieron lo mejor de su talento. La selección lo tentaba nuevamente. Volvían los viajes. Retornaban las presiones. Comenzaban los... problemas.
Los viajes a la Argentina para ponerse la irrenunciable celeste y blanca desgastaron la relación con el presidente Luis Cuervas. Nada volvería a ser como antes
El 12 de Junio de 1993, fue el fin. Explotó. Estaba golpeado en una rodilla, dolorido. En el entretiempo del partido frente al Burgos, Bilardo le pidió que se infiltrara. A los ocho minutos, el técnico ordenó el cambio. Se sintió usado. Lo miró a los ojos, lo puteó y se fue. Todavía no sabía hacia donde.
EN NEWELLS
La idea fue del Gringo Giusti, pero se le podía haber ocurrido a cualquiera. Con su traje de representante, el ex compañero de Diego en el seleccionado observaba desde la tribuna un partido de Newell´s. En medio del aburrimiento de un partido intrascendente, lo miró a la Tota Rodriguez y le dijo "Este club necesita un golpe de efecto. Y yo conozco a la única persona capaz de dárselo". Esa persona era, claro, el apellido mismo del fútbol: Maradona. Parecía el mejor destino. Una ciudad que respira y vive para el fútbol lo esperababa. Todo Rosario estaba pendiente de él. Hasta los hinchas de Rosario Central le perdonaban jugar en Newell´s: "Salvemos a Maradona, la lepra se cura", ironizaban.
Con el entusiasmo de un principiante, comenzó la dieta más estricta de su vida. Bajó 12 kilos, gracias a o por culpa de un chino de nombre casi imposible de recordar, Liu Guo Cheng.
El lunes 13 de septiembre de 1993 el Parque Independencia cobró vida. Desbordaba de ansiedad. Fue una tarde irrepetible. Treinta mil personas estaban a punto de presenciar el milagro. Maradona con los colores rojos y negros. Asomó su pequeña figura por la manga y sus piernas no se animaron a coordinar un paso más. Recibió una ovación que lo alentó a levantar tímidamente los brazos. Una pelota se deslizó hacia él, para que haga lo que nadie puede imitar. Ni siquiera eso lo pudo hacer reaccionar. Sus compañeros se acercaron con devoción y lo elevaron al cielo. Su sonrisa fue eterna. Igual que en el San Paolo casi un década antes, la gente había ido sólo para verlo hacer juguito.
El indio Solari le daba las comodidades que necesitaba. Ocho años, diez meses y ocho días después volvía a jugar oficialmente para un club argentino y en la Argentina. Fue el domingo 10 de octubre de 1993 en cancha de Independiente, el mismo lugar donde él vio sus primeros partidos de fútbol y admiró las paredes de Bochini y Bertoni.
Regaló todo su entusiasmo y calidad en un par de toques marca registrada. Dejó para el recuerdo una rabona inolvidable que Islas salvó de forma milagrosa. No sería la última.
Aun cuando fue una ráfaga y la historia quedó inconclusa, a ningún hincha de Newell's se le ocurriría mostrarse arrepentido por haberlo tenido con ellos, aunque sólo fuera por cinco partidos.
EN LA SELECCIÓN JUVENIL
"Cuando me pongo la camiseta de la selección, el sólo roce de la tela ya me eriza la piel". ¿Hace falta agregar algo más a esta definiciónn de Diego Maradona? Seguramente, no.
El primer contacto con esos colores fue en Chascomús. Aquel 3 de abril de 1977 quedó detenido en el tiempo. La Selección Juvenil Argentina le ganó 3 a 2 al Combinado de Chascomús. Solo cinco días después, en Cipolletti, convirtió su primer gol con esa camiseta. Y enseguida supo, también, que la tristeza era más tristeza, con la Argentina sobre las espaldas: ese mismo año, en el Campeonato Sudamericano de Venezuela jugaron tres partidos y... no pudieron ganar ninguno. Ya aparecía la bronca como el mejor combustible para potenciar su motor y buscar el desquite.
Claro que, demostrar y demostrarse eso, todavía faltaba el peor golpe: quedarse en la puerta del Mundial de 1978, justo en Argentina. Lloró sin consuelo, de verdad, como en un velorio. Y le prometió a su mamá, a su papá, a su novia, a los suyos, que ganaría todos los trofeos que hubiese en el mundo y se los llevaría a su casa.
En el camino de cumplir esa promesa, sorprendió al alemán Franz Beckenbauer, nada menos. Después de un partido amistoso que le ganaron al Cosmos, en Tucumán, el 3 de noviembre de 1978, el gran Káiser le pidió su camiseta, como recuerdo.
Se ven
a el Sudamericano de Uruguay, que clasificaba para el Mundial Juvenil, a jugarse en Tokio. Fueron subcampeones después de empatar con Uruguay, 0 a 0, el 8 de enero de 1979, y ganarle a Brasil, 1 a 0, el 31 de enero de 1979.
Entonces, sí, llegó la hora de la gran revancha.
Los primeros jugadores los eligió Ernesto Duchini y Cesar Luis Menotti terminó de darle forma a un equipo inolvidable. Único. "Nunca me divertí tanto dentro de una cancha. Sacando mis hijas, me cuesta encontrar una alegría semejante", según la definición del propio Diego. Cierta, por supuesto. Que lo digan los argentinos, que se levantaban a las cuatro de la mañana para verlos jugar. Los ojos del mundo no terminaban nunca de sorprenderse con tanta habilidad. Un taco por acá, una gambeta por allá. La formación de memoria, como las de los grandes equipos de la historia: Sergio García; Carabelli, Juan Simón, Rossi, Hugo Alves; Barbas, Rinaldi, Maradona; Escudero, Ramón Díaz, Gabriel Calderón.
Para todos ellos juntos, fue casi un tramite hasta llegar a la final. Unión Sovietica, era el último escollo. Empezaron perdiendo uno a cero. Sólo un susto. Tres a uno, con gol de Diego de tiro libre, fue el resultado final. Y la Copa en casa, en las manos de Diego, que quiso volver a Buenos Aires para vivir ese momento, para bajar de la escalerilla del avión con el trofeo en alto. Para la Tota, para don Diego, para la Claudia, para los suyos. Para todos. Para empezar a cumplir con la promesa.
EN LA SELECCIÓN MAYOR
Diego Armando Maradona es capaz de hacer cualquier cosa por la camiseta argentina. Por ejemplo, cruzar el Océano Atlántico cuatro veces en catorce días para jugar dos partidos amistosos. O pelearse con cualquier dirigente del mundo que le pague el mejor sueldo para hacerse un tiempo para ponerse la albiceleste. O salir a la cancha con el tobillo en una estado tan calamitoso que cualquier persona normal ni siquiera podría caminar y, así y todo, ser decisivo para ganar el partido.
Desde siempre lo siente así. Desde que en una tarde de febrero de 1977, después de una práctica de juveniles (él y sus compañeros) contra los mayores (ellos, Passarella, Gallego, Luque, Bertoni), el Flaco César Luis Menotti lo llamó aparte y le dijo, casi al oído, para que no se enterara nadie, que iba a quedar concentrado con los mayores, para el amistoso contra Hungría.
Fue el 27 de febrero de 1977 el gran debut. Y aunque Diego sabía que sólo iba a entrar si el partido se ponía fácil, el "¡Maradóóó, Maradóóó!" bajó temprano de las tribunas, reclamando la presencia de ese pibe que apenas tenía doce partidos en primera división pero talento de experto. Ellos lo intuían. El también.
El "¡Maradóó
, Maradóóó!" se escuchó muchas veces, entonces. En los 91 partidos oficiales, con 34 goles, que jugó con la camiseta más querida y también cuando no estuvo: para la gente, el himno se ha convertido en un sinónimo de exigencia cuando el equipo nacional no da lo que ellos quieren... Presente es ese curioso gesto y presente están, siempre, los pasos de Maradona en el seleccionado nacional.
En el noveno partido gritó un gol propio por primera vez. Fue el 2 de junio de 1979, en Glasgow, contra Escocia. La Argentina ganó 3 a 1 y los esoceses aplaudieron de pie a ese pibe con el pelo cortito por la obligación de la colimba, el servicio militar. Y tanto le gustó que en el siguiente partido patentó el festejo, saltando al aire, las piernas abierta, la rodilla derecha más arriba y el puño del mismo lado revoleado al cielo: fue en el Monumental, el 25 de junio de 1979, contra tantos monstruos que eran el Resto del Mundo. Algo de bronca y rabia, como siempre, había en aquel logro: un años antes, por eso era el partido, un festejo, el seleccionado argentino de César Luis Menotti se había consagrado campeón del mundo... Sin Maradona. Para el Flaco, había otros números 10 antes que él en aquel momento, 19 de mayo de 1978, el momento de la decisión, como Valencia, Villa, Alonso, Larrosa. Para Maradona, no habría amargura más grande. Tampoco tanto combustible junto para buscar la revancha.
Hacer goles se le hizo costumbre, entonces. A Bolivia, a República de Irlanda, a Polonia, a la Unión Soviética, a Brasil. Y Austria, entre medio de todos esos partidos: fueron tres juntos, por primera vez, en Viena, el 21 de mayo de 1980; una verdadera sinfonía.
Entre 1979 y 1980 jugó 18 partidos en la Selección y convirtió 11 goles. En 1981, apenas 2 encuentros y ningún grito. Y enseguida, la vigilia del Mundial '82. con 5 cotejos.
Para un ganador como Diego, España '82 fue una gran frustración, claro que sí. Ya transferido al Barcelona, todos los ojos estaban posados sobre él, esperando la explosión del número uno. No pudo ser. Y por razones varias: un grupo sin demasiado hambre, fallas tácticas, carencias individuales y muchos golpes, sobre todo a... Maradona. Si se busca una alegría de aquel debut mundialista, es posible encontrarla en sus dos primeros goles a semejante nivel: los dos a Hungría, el 18 de junio de 1982, para el 4 a 1. A los golpes, después, el italiano Claudio Gentile empezó a empujarlo. Y una sobrada de los brasileños provocó la definitiva salida: planchazo en los genitales a Dirceu, tarjeta roja y chau primera Copa del Mundo, el 2 de julio de 1982.
Insólitamente, volvió a jugar en el seleccionado casi tres años después. Ya era jugador del Napoli. Carlos Salvador Bilardo lo eligió y él aceptó: sería capitán, sería titular, sería bandera. Fue, quizás, el mayor acierto de Bilardo en toda su carrera. El compromiso de Diego fue tan grande que aquel 9 de mayo de 1985, cuando se puso otra vez la camiseta albiceleste, contra Paraguay, 1 a 1, quedará en la historia por eso y por el periplo que aceptó realizar el Diez, símbolo de un compromiso sin reservas, que sería la marca registrada de los seleccionados argentinos durante mucho tiempo: cruzar el Atlántico no era cansador para él si del otro lado estaba el equipo nacional.
La pelea, entonces, fue otra: nadie, salvo los jugadores y el cuerpo técnico, quería al seleccionado. Y la clasificación agónica para el México '86 no ayudó nada de nada. Pero Diego confiaba. Y Bilardo confiaba en Diego. Entonces llegó el Mundial.
Nadie es capaz de refutar que la influencia de Diego Armando Maradona en aquel equipo campeón del mundo no tiene comparación. Y que pocas veces en la historia hubo un número uno tan definido. Debería basta con la mención del gol, El Gol, el mejor gol de todos los tiempos: 22 de junio de 1986, estadio Azteca, México, toda Inglaterra en el camino, la pelota en el arco, ¿qué más? Hay más, hay otro gol histórico en el mismo partido, con La Mano de Dios. Como robarle la billetera a los ingleses, éste; vengar a los pibes de Malvinas, aquel. Definiciones de Maradona, todas.
Si en algo se equivocó Diego fue en pensar que aquella imagen suya, con la Copa del Mundo en alto, el 29 de junio de 1986, bastaba para acabar con las discusiones. Al contrario.
Si él había pensado que aquel que se consagró era un equipo realmente suyo sobre todo porque luchaba contra todo, debía acostumbrarse a seguir de la misma manera.
Fueron tiempos de lucha, los siguientes. Dos Copa Anmèrica, 1987 en la Argentina y 1989 en Brasil, para olvidar rápido. Y enseguida, el desafío de Italia '90, para defender lo que era suyo: la Copa del Mundo. A ningún Mundial llegó Maradona como a aquel. Venía de lograr su segundo scudetto con el Napoli, volaba físicamente. Hasta que un tonta uña encarnada del dedo gordo del pie derecho le puso un bache en el camino, una gripe inoportuna otro más y las patadas de los cameruneses finalmente lo detuvieron. Fue el 8 de junio de 1990, en el Giusseppe Meazza de Milano; Camerún 1, Argentina 0; una de las derrotas más dolorosas en la carrera de Maradona.
La cosa era, como tantas otras veces, enojarse y arrancar de nuevo o dejarse caer. De a poco, arrancaron. Y a fuera de penales (Grande, Goyco) llegaron. A la final, llegaron. Con despojos de jugadores, incluido Diego, allí estuvieron. Antes, tuvieron que eliminar a Italia, en las semifinales; para Diego, aquel triunfo por penales, en su San Paolo, después del 1 a 1, fue la sentencia de muerte. Resultó lógico, entonces, que el 8 de julio de 1990, en el estadio Olímpico de Roma, en la final de la Copa del Mundo, el árbitro mexicano Codesal ignorara un claro penal de Matthäus a Calderón en el área alemana y viera uno de Sensini a Völler en el área argentina. Fue subcampeonato. Para Diego, inservible. Los segundos puestos no se festejan.
Diego lloró en la cancha, al final. Lloró con la grandeza que no tuvo el público para entender esa tristeza y silbó. Para Diego, fue uno de los peores golpes de su vida: "Nunca imaginé que hubiera gente que se alegre por mi tristeza", dijo entonces.
Le costó volver al seleccionado después de tanto dolor. Poco más de dos años y medio. El 18 de febrero de 1993, en el marco de los festejos por el centenario de la Asociación del Fútbol Argentino, jugó contra Brasil, en el Monumental. Ya había sido nombrado, con justicia, qué duda cabe, el más grande futbolista argentino de la historia.
Y cuando pocos pensaban que volvería, tras aquella maldita suspensión por quince meses del '91, allí estuvo, liderando al equipo del Coco Alfio Basile hacia la clasifiación para el Mundial de 1994. Australia lo vió festejar su cumpleaños número 33 y también la posibilidad de su carta Copa del Mundo.
Estaba muy bien. Era el mejor. El milagro se había concretado. Gritó su gol inolvidable contra Grecia, el 21 de junio de 1994, y luchó contra los nigerianos. No pudo con la FIFA; algo le buscaron, algo le encontraron. Y lo echaron.

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